Un abstracto apego
De aquel verano...
Había canciones que marcaban su incompleta ausencia, como si aún pudiese sentir la calidez de esos labios inmortales, de ese cuerpo eterno, de sus brazos como refugio ante el enemigo a quien la propia mente dio a luz por miedo. ¿Miedo? El asesino de la belleza, de la paz, de lo perpetuo. Y era su paz la que no sobrevivió ante sendo contrincante.
Fueron tus ojos, fue tu piel, ¿o habrán sido tus manos?... ¡Culpables!, ¡todos culpables de esto!
Y entre la rebeldía de una juventud aún verde, las viejas canciones llenas de rabia y el sexo a la luz de la luna, se despojaron de todo lo que los hacía efímeros.
Se golpeaban, abrazaban, lamían y peleaban. Se amaban, se acurrucaban. Eran viento, eran sol, eran poesía viva.
Eran dos viejos amigos, casi hermanos de alma. Porque el amor no es más que una pequeñísima porción de lo que es un par. Dos amantes arriesgan a subirse a la cima de todo esto, pendiendo únicamente de una estructura basada en tres pilares: tu confianza, mi respeto y nuestro compañerismo.
Hicieron silencio. Ya habían hablado demasiado. Su paciencia se reducía a cenizas y sus cenizas se mezclaban con las del tiempo. Y éste pasaba, silencioso, como el asesino que esconde sus huellas.
Se veían, se enloquecían, perdían el hilo de la conversación. Un beso, dos, tres... una caricia, cuatro, cinco, seis. Alcanzó el diez con las manos, y de pronto todo se volvió un cero.
Y hubo terceros. Terceros, cuartos y quintos... y donde hay tres ya no hay dos. Y donde no hay dos, hay uno. Y en ese uno solitario, se puso a escribir...
"Había canciones que marcaban su incompleta ausencia... como si aún te sintiera..."